Los extraños misterios de una tierra poblada de comunidades aborígenes.
Las velas mezclaban su olor con el de la selva. Era extraño. No corría ni una pizca de brisa. Voces de diferentes idiomas se confundían. Pocas en español. Observamos el plato de sopa. No aparecía como el alimento más adecuado para la temperatura reinante. La ropa pasa a ser parte de la piel. Es una goma pegajosa que fastidia. El haz de luz de las diferentes linternas las fue buscando. Estaba a pocos centímetros de nuestras cabezas. Mediría algo más de un metro. Gruesa, amarilla y de mirada fija. Se movía por las cañas que sostenían el techo. “No hace nada dijo uno de los guías… es una constrictora. Tranquilos que no es venenosa”. Buscó calmarnos. Seguía avanzando, reptando hacia una cruz de cañas. Estaba en busca de alimentos. Era nuestra primera noche en “Samona Beach”; así se llama a un conjunto de cabañas exóticas para 40 visitantes enclavadas en pleno corazón de la Amazonía ecuatoriana. La selva real está lejos de lo que nuestra imaginación conforma a través de las imágenes o la literatura. Casi la mitad de los que allí arriban, quieren volverse inmediatamente…
Escribe: Miguel Andreis
La noche en la selva
Esas viviendas, hoteles de un mundo ancestral, se asemejan a las que habitan las comunidades originarias. Los nativos. Están construidas a dos metros de altura sobre palos y maderas. Cuando crece el río el agua llega hasta las pasarelas y los caimanes (cocodrilos o yacarés), golpean con sus lomos esas tablas. Las anacondas, estremecen con sus movimientos y los peces gigantes disfrutan de los jardines. Allí todo es natural. Aún esos animales extraños a nuestra cultura.
La impresión de seducción que teníamos a la mañana se fue diluyendo a medida que se escondía el sol. Pasadas las 18 horas la oscuridad se derrumba entre esos gigantes verdes de brazos asimétricos. Los ruidos cambian. Los monos aulladores dan paso a sus rondas de seducción. La piel se nos eriza. Y las aves juegan a gorgotear con disímiles sonidos.
El segundo plato era arroz con pescado. Omití la sopa. La vela se achicaba en forma presurosa. La víbora que por la cercanía recibía el hedor de nuestros cuerpos, se enroscaba y no dejaba de mirar dos sapos trasparentes pegados a las chalas que formaban el techo. Las tarántulas del tamaño de una mano enorme se movilizaban con velocidad. Nuestras miradas se escudriñaban más por sobre nuestras cabezas que en el plato. El jugo de naranjilla caliente no calmaba la sed. La heladera a gas olvidó su función vaya a saber cuándo. (Hielo por dios… unos pedazos nada más) teníamos ganas de gritar.
La noche y esos animales tan ajenos a nuestra existencia, comenzaron su ronda. No sería fácil pegar los ojos. Conciliar el sueño con esos bichos acechándonos. Cada uno se fue retirando hacia sus “chozas- cabañas”, con nombres propios “Mono aullador”; “Caimán”, etcétera.
Los cuatro fuimos casi tanteando, cada uno a la que nos habían designado. La puerta es de madera. No estaba bien cerrada. Eso nos hizo temer la irrupción de alguno de esos visitantes. Después comprendimos que pueden entrar –de hecho, lo hacen- por cualquier lado. Sobre la cama un mosquitero caía de la caña bambú que se afirma en las paredes. Muevo la linterna y una tarántula dejaba libre sus pestañas ásperas que apuntaban al propio centro de la almohada. Dos ranas fosforescentes, horribles, caminan estirándose sobre la pared de paja. Están de cacería. Susana, mi compañera, se metió debajo de ese tul. A mí me asfixiaba. Pensé que sonaba a profunda contradicción ponerse un Rivotril en la boca. No me importó. La linterna quedó al costado de la cama. Cuando abrí los ojos nuevamente el sol era una aguja rosada que se colaba desde la hendija de la puerta. Habíamos sobrevivido a la primera noche la Jungla. Con luz todo es distinto. Casi que vivible…
Quito, Patrimonio Histórico de la Humanidad
No sé si la curiosidad por conocer el Amazonas o la Amazonía como la definen ellos, en lo particular, tuvo que ver con un libro que leí en mi niñez: “Viaje por el Amazonas”, donde un médico alemán con su esposa tomó el desafío y atravesarlo en un bote. Ella había muerto de una picadura de alacrán, y él luego volvió a formar pareja con una indígena. Me fascinó aquel relato. El pasado año en Discovery Channel, armaron un documental sobre el Amazonas Ecuatoriano. Formidable. Atrapante. La decisión estaba tomada. Desconocía que en la mitad del mundo la jungla adquiría tales características.
La búsqueda de contactos a través de Internet nos fue marcando el itinerario. Partimos dos parejas. Gabi y Alejandro, formaron parte del grupo. Un vuelo de Córdoba a Buenos Aires, de allí a Santiago de Chile, posteriormente Guayaquil y como destino final Quito. Nos impresionó el descubrir una de las cinco ciudades consideradas como Patrimonio Histórico Cultural de la Humanidad por la UNESCO. El centro histórico es como ingresar por un túnel del tiempo y transportarse a los siglos XVII, XVIII y XIX. Solo por citar un ejemplo, en 52 manzanas hay 32 iglesias, algunas de fines del XVI. Quito, capital del Ecuador fue fundada en 1535. Allí se puede observar con mayor nitidez, la irrupción de una cultura sobre los pueblos originarios. Una de las catedrales está cubierta con 7 toneladas de oro. La misma le llevó a la UNESCO 42 años de trabajo en su restauración. Imponentes construcciones.
Camino a la selva amazónica
El contacto para visitar Amazonas ya estaba logrado. Deberíamos tomar un colectivo hasta “Lago Agrio”, una singular ciudad de lo que se establece como el “oriente”. Chata. Gris. Misteriosa. Fueron 8 horas de viaje, de noche y en plena cordillera. La adrenalina llegaba a su límite. La osadía e imprudencia de esos choferes es proverbial. Dos meses atrás uno de esos bus se llevó al abismo 39 vidas. Curvas y contra-curvas, subidas y bajadas y un tránsito que es continuo. El acelerador a fondo. Ese es el camino por donde sale gran parte de la producción petrolera de dicho país. El principal ingreso económico de dicha Nación.
En Lago Agrio el calor era insoportable. Hora después nos pasaría a buscar otro pequeño colectivo. Con nosotros subió una pareja suiza. Él, policía y ella jefa de un canal de televisión. Bruno, su nombre, habla un rústico español. Ella, apenas dos o tres palabras. Nosotros casi nada de inglés. Todo es señas. El camino se fue insertando entre grandes arboledas. La selva nos iba absorbiendo. Dos horas y algo más y estábamos en el último punto de civilización occidental. Allí, donde el gobierno de Rafael Correa está construyendo uno de los tantos puentes, allí nos dejó el vehículo. Del otro lado de la ruta una oficina del Parque Nacional, que custodia –por así decirlo- las 603.380 hectáreas del bosque primario que penetraríamos. “Primario” indica que la mano del hombre no ha actuado. Ni talas ni siembras. Debimos asentar los nombres y pagar algunos dólares.
A los minutos llegó la larga y rústica lancha de madera con cinco asientos (para dos personas cada uno). Adelante irá Graciela una lugareña baja y de rostro agradable que oficiará de guía, y el “motorista”, fundamental en estas incursiones, era un nativo fibroso y de baja estatura. Le llaman “Caramelo”; se dice que uno de los más diestros para transitar esa jungla por el agua. Así nos lo demostró con los días. Éste va parado en la parte trasera la lancha, y logrará la mayor eficacia del potente motor.
El río Cuyabeno (aguas negras) tiene un caudal hídrico mucho más bajo de lo normal. Le faltan más de dos metros. Eso volvería aún más lento el viaje al corazón del verde salvaje. Uno y otro árbol nos va cerrando el camino. Caramelo acelera y luego de un golpe en proa el bote saltará sobre el tronco acuatizado y tendrá el tiempo justo para levantar el motor y salvar la hélice.
Eso se repite por minutos. Se comienzan a ver distintos tipos de monos que nos observan desde la espesura del monte. Aves y raros peces que saltan cerca de la embarcación. Las lianas son una cabellera salvaje que se mueve al son de esos bichos gritones. El sol cuando puede filtrarse entre esos gigantes que bordean el agua, nos arroja dardos de fuego.
————————————–
Ríos y especies
Arribamos. Comprendimos que el desafío sería soportar lo inhóspito de lo desconocido. El desayuno consiste en huevos revueltos, café con leche, jugos y dulces. Se nos repite que solamente bebamos agua potable, de lo contrario la diarrea nos inmovilizaría. Entablamos un diálogo con William Toro Altamirano (30 años), es guía y encargado de Samona. Nació en las cercanías del volcán de Cotopaxi, maneja tres idiomas, y hace cinco años que está en la Reserva Faunística. Cuenta que “allí existen 502 especies de aves; 180 mamíferos y más de 80 variedades que viven en el agua. Explica que el río Cuyabeno, desemboca en el “Aguarico”, y este en el más caudaloso de todos que es el Napos. Son 1200 los cursos hídricos que le dan vida al Amazonas que arroja sus aguas al Atlántico luego de recorrer más de 7.500 kilómetros. El más largo del mundo”, acota.
Las comunidades originarias
“Conviven varias comunidades, cuya voz original es el Paicoca o quechua, aunque todas con acepciones propias. Ellas son los Huaorani, Shuar, Ashuar, Kichwa, Siona Secoya, Cofan, Zaparo y Quijos… viven tradicionalmente, manteniendo sus costumbres y distintas tradiciones. Aquí las tierras son de las comunidades, cualquier cosa que se quiera hacer hay que tener el permiso de ellos. El cacique otorga, por ejemplo, el espacio para hacer un albergue como el nuestro. Todo, desde las cañas hasta las maderas deben traerse desde otros lados. No se permite el uso ni de los árboles caídos. Eso tiene un motivo, evitar que metan manos las petroleras que están al acecho, es una tierra con mucho petróleo, o que siembre cacao o café. Por unos años podremos sostener que no se desmonte y se convierta el fin de algunas etnias y el negocio de unos pocos. Contando las cinco posadas de esta zona, el pasado año llegaron 9.000 turistas, todos extranjeros. Pocos latinoamericanos”.
Ecuador es uno de los mayores pulmones (oxigenadores) del mundo. Ellos no quieren perder esa premisa.
———
Las interminables anacondas
La pesca de pirañas es una de las tareas que se emprenden. Es un pez poco agradable. Sus dientes son alfileres infectados. “Nosotros nos bañamos sin problemas, pero siempre se aconseja que si alguien está herido no ingrese al agua. Hay que tomar precauciones. Lo demás forma parte de un mito” describen
“Las anacondas casi es imposible verlas ahora que hay poca agua, se entierran en el barro. Esta semana pisamos una y la sacamos. Tenía más de seis metros”. Cuando le preguntamos sobre el animal más peligroso no duda: “Los caimanes, enfurecidos son imparables. Y esta es una zona donde habita una gran cantidad. Ya saldremos a buscarlos”
Salir a caimanear
Horas después, partimos en su encuentro. Uno de los brazos del río que nos lleva a una de las lagunas con mayor fauna del Amazona, ahora seca, es un gran dormidero de caimanes. El nerviosismo nos iba silenciando. William explica que hay tres tipos de caimanes, los blancos chicos, los grandes y los más voraces, los negros que alcanzan los cinco metros de largo.
La nota de color llegaría sobre una precaria embarcación a remo. Un gran tronco calado con puntas. Quien venía sincronizando las paladas era una joven morocha de belleza inusual. Los gritos de saludos se confundieron. Tanta hermosura en un lugar tan particular, sacudió a mujeres y hombres por igual. El objetivo de la búsqueda continuó. La noche llegó tras la canoa de la dama.
————————————–
El caimán a centímetros de la canoa
Las linternas se encendieron y comenzaron a aparecer dos foquitos rojos sobre el agua. Eran los ojos de esos enormes anfibios. Ante la luz se hundían en el barro. Minutos después la mano de William se levantó en señal para que “caramelo” detuviese el motor. La lancha quedó a menos de un metro de una enorme cabeza. Era un caimán de los negros y se estimó su largo en más de cuatro metros. El mutismo nos invadió. Se mezcló con el temor. Estaba al alcance de nuestras manos. Y también estábamos solo a un pequeño movimiento para caer en sus fauces. La fuerza de su cola podría haberse transformado en un arma mortal tumbando la embarcación, más aún en un espacio atestado de estos bichos. No se movía y el miedo en nosotros adquiría dimensiones casi de paranoia. Susana pedía que nos retiráramos. Fueron los cinco minutos más largos de nuestras vidas. Respiramos y retomamos el habla cuando el motor nos sacó del lugar. Indudablemente se trató de una acción básicamente temeraria. Ellos están acostumbrados a desafíos de este tipo. Nosotros no.
A la noche William nos comenta en voz baja que el pasado año los caimanes se cobraron la vida de dos personas y a una tercera –aún convaleciente- le destrozaron la pierna. Tener a un animal de esa magnitud, tan cerca, es, puedo asegurarlo, una de las experiencias de temor más inolvidables e insuperables que nos dejó el Amazonas.
La vida en una comunidad siona
Nuevamente la noche y sus aprensiones. Las horas se vuelven elásticas. A la mañana siguiente nos llevaron hasta una comunidad de nativos sionas. En ese río infectado de peligros los niños de corta edad corrían y nadaban. Se nos acercaron unos perros flacos y ágiles. Uno con la nariz destrozada y lleno de sangre. Sería imposible saber a quién dio combate. Serían unas 20 casuchas de pajas. Sale a recibirnos “Nacho”, un mono oscuro e inquieto. “Le encantan las mujeres” nos alerta el guía. No se equivocó, fue a una bella portuguesa a quien primero se trepó para acariciarla. Nos fue pasando su afecto uno a uno.
Una joven madre siona nos lleva hasta donde tienen plantadas las Yucas, unas papas que la usan como alimento base. Corta la planta, saca los tubérculos y en minutos, luego de lavarlas y pelarlas, nos muestra como se rallan las mismas. Con dos maderas encendió un fuego y casi al instante, a esa harina mojada, la estruje y pone sobre un tronco, paso siguiente la desparrama en una vasija (tipo pizzera) de barro. Un minuto y ya está listo una especie de pan fino, chato, como un fainá de agradable gusto. Lo devoramos con dulce de frutas. Allí debimos pagar dos dólares por persona. Valió la pena el recorrido. Los hombres de la tribu estaban trabajando en zonas alejadas. Fuera del Parque. Se van los lunes y regresan los sábados. Dos pequeños arcos dan cuenta que el más populares de los deportes no les es ajeno. Fútbol los fines de semana. Los enfrentamientos son con otras tribus.
Regresar nos llevó más de tres horas. A la tarde caminata por medio de la selva. Nos dan botas de goma. El barro se pega y adormece las piernas. El subirse a las lianas es toda una tentación. Tarzán debió ser un superdotado para movilizarse en esas sogas parasitarias que crecen desde arriba y secan las plantas. El trayecto dura otras tres horas. El sol se ve de a ratos. Arañas, sapos (algunos venenosos) y víboras deambulan de un lado a otro. Insectos de los más diversos. La humedad nos vuelve acuosos los huesos. Arribar a las cabañas de Samona sonó a alivio.
————————————–
Alberto, el chaman, palabra sagrada
“Mañana iremos a visitar al chaman. El viaje es largo por lo que deberemos partir temprano”, nos dice William. Fueron varias horas de viaje. Llegamos casi a la una de la tarde. La temperatura aguijoneaba. Dejamos la lancha y emprendimos el viaje. Nos introdujimos una larga distancia selva adentro. Hubo que cruzar por troncos precarios que oficiaban de puentes. El camino parecía interminable. Una bajada y allí estaban tres perennes cabañas. Ese lugar es casi un templo para los pueblos originarios de la zona. El Chaman, curandero o médico naturista (como lo señalan en un cartel) es de nombre Alberto Grefa, tiene 85 años y pertenece a la nación de los Cofán. La bella morocha que habíamos visto dos días atrás, se asomó apoyándose en una baranda de cañas. Cindi le explica al guía –que no disimula su embeleso- que “Alberto”, su abuelo, había sido llevado para curar a una comunidad alejada. No estaba. Nuestra sensación es que se encontraba durmiendo la siesta. Sensación nomás. Cindi vive en Bolívar, Colombia, es hija de una Cofán con un colombiano, y visita el lugar varios meses al año. Todos la respetan. Todos la desean. Allí la visita nos hubiese costado unos cuatro dólares. Sacarse una foto o dialogar con él tiene su costo.
Nos cuentan que para ser chaman debió estudiar más de doce años el efecto de las distintas plantas. Su conocimiento, afirman, está basado en los alcances curativos de más de 500 especies distintas. Su palabra es sagrada para los lugareños.
————————————–
Peces gigantes
Movimientos raros se observan en el agua cerca de nuestra lancha, saltan, son enormes, explotan al caer al agua, son los denominados “Peches”, una especie de mojarritas gigantes, de más de un metro y medio y por encima de los 100 kgs de peso. Nos explican que los delfines rosados, suben hasta encontrar mayor caudal de agua. Los mastodontes más descomunales son los “manatí” o “vaca marina” que superan los 300 kgs. Deformes, pesados y de movimientos lentos. Raramente salen a superficie. El Ministerio de Ambiente tiene totalmente prohibida su pesca. Es necesario preservarlos.
“La tranquilidad no tiene precio”
Jairo es otro de los guías. También pasa de un idioma a otro. En esas mesas de Samona las lenguas se mezclan, portugueses con suizos; alemanes con norteamericanos; chinos con japoneses; español con francés. “Para uno no hay mejor vida que esta. Todo es cuestión de acostumbrarse, pero la tranquilidad del lugar no tiene precio” afirma.
Por las dudas ninguno de nosotros preguntó si tenían suero antiofídico. La heladera es casi un adorno.
La poca energía que brindan las dos pantallas solares es para los focos de la cocina y una radio trasmisora con la que se comunican con el continente “civilizado”
“Está prohibido poner generadores eléctricos, por el ruido y la contaminación” nos cuentan. Y agregó que el 40% de los visitantes se quiere volver al día siguiente. No soportan esas condiciones.
La construcción de las lanchas
Las lanchas de madera, de un espesor de una pulgada y media, son muy pesadas, pero las únicas que aguantan los permanentes choques con los troncos, a veces escondidos debajo del agua. Son de quebracho trabajado y tienen un valor de unos 1.000 dólares. “Las de plástico sirven para cuando están crecidos los ríos, se viaja a mucha más velocidad, pero resisten menos”. El gobierno a cada comunidad le entrega un motor y le subsidia el combustible. El galón (cuatro litros) en cualquier surtidor ecuatoriano tiene un valor de 1,40 de dólar; lo que permite presuponer que ellos abonaran unos 15 ctvs. de dólar el litro. Aquí todo cuesta mucho. Hay lanchas que van y vienen nada más que con agua potable, arroz y otros alimentos.
El líquido que llega a las duchas es extraído del Cuyabeno, así bajo, el agua no es otra cosa que barro licuado. El cabello se vuelve duro y la piel tira.
La despedida a una experiencia
En la última noche volvió a aparecer la víbora sobre la caña del comedor. Las tarántulas ya no nos preocupaban. Menos los sapos gomosos. Cenamos hablando de una forma de vida absolutamente desconocida para nosotros. El caudal de agua seguía bajando. “Extraño – nos dicen- eso es parte de los cambios ambientales que estamos viviendo. La laguna se secaba cada dos o tres años, ahora dos veces en el año”. Cabe acotar que allí el nivel de lluvias alcanza, promedio, a los 4.500 milímetros anuales. Sin embargo, los vestigios de las variaciones planetarias también dejan allí sus secuelas a pesar de que estamos en un bosque netamente tropical.
Las FARC y el tráfico de drogas
Los días pasaron llenándonos de vicisitudes. Llegó el momento del regreso. El Amazonas nos marcaría por y para siempre. La vuelta nos insumió cerca de cuatro horas. Y otras dos en colectivo para llegar a Lago Agrio, donde tomamos justo la combinación para Quito. Ignorábamos el sitio dónde estábamos. A los pocos kilómetros militares fuertemente pertrechados nos hicieron bajar del colectivo con todos nuestros bolsos que fueron cuidadosamente revisados. Los brazos levantados y apoyados contra el bus. Los modales de los uniformados no tenían nada de cordial precisamente. 100 kilómetros más adelante nuevamente a bajar todo y repetir el mismo procedimiento. Una hora después otros armados con imponentes ametralladoras, nos dieron de la misma medicina. Nadie reclamaba nada. Ni el tiempo ni el trato. Preguntamos el por qué tal accionar. La respuesta fue cortante: “Es que venimos de Lago Agrio, que está el límite con Colombia, los separa solo un río, y es allí donde se aprovisionan los guerrilleros de las FARC, pero además por donde se pasa la mayor cantidad de droga que se destina a EE. UU y Europa…
Tenía razón la gente de Samona, en la selva acechan muchos menos peligros y se vive sin tantos riesgos… Cuando regresábamos pensé que con 7 mil millones de habitantes como tiene el planeta hoy, hasta cuándo se podrá mantener una selva de estas características sin que el hombre la invada… ¿Hasta cuándo?
Submarino donde los narcos llevan cocaina, secuestrado por el ejercito de Ecuador
Canoas, una población donde el narcotráfico es la principal fuente de trabajo
Alguien nos señaló que, si nos interesaba conocer el movimiento de la droga, fuéramos a un pequeño poblado, colorido y chato. Silencioso y misterioso. Conseguir algo así como un hotel nos costó varias horas de búsqueda. No llegaba ni a media estrella. El encargado del reducto de cinco piezas, era un “quítense”, así se los denomina a los nacidos en Quito. El hombre había tenido un paso, en tiempos mozos, por el fútbol cordobés. Fanático de la redonda de cuero. Llamativamente conocía todos los equipos de nuestro país. El mar, apenas salía el sol se llenaba de gente. Niños de tres o cuatro años se metía jugar entre las olas. Esa era la hora en que partían viejas barcazas hacía donde el mar se dibujaba en una sola línea. Muchas cosas nos llamaban la atención. Una de ellas, los enormes y flamantes motores (dos) marcas Yamaha. No guardaban relación con las maderas resquebrajadas; la otra, los enormes números que tenían escrito a pincel de manos temblorosas en el frente y ambos costados. 347, no me olvidaré jamás. Atrás grandes canastones de mimbre cubiertos de redes. Iban sin apuro. Tres o cuatro hombres, no más. Se observaban varios cajones de cervezas…
Volvían por la tarde, vaya casualidad a la misma hora que comenzaban a llegar enormes chatones importados 4 x4. Nadie se acercaba a las mismas. Exceptos los relacionados con la tarea… Algo no me cerraba. No le cerraba al grupo.
Fútbol después de la siesta
La primera noche el encargado de nuestro hospedaje nos invitó a comer pescado asado. No se le podía decir que no. Aceptamos. El pan no existe, por lo que pedimos plátanos, los cortamos en feta y pusimos a la parrilla. Se parecía, solo se parecía a tostadas desabridas. El enorme pez, tan enorme como sus espinas, no era de fácil consumir. Las puntudas nos pinchaban toda la boca. Para ellos se trataba de algo simple, devolvían a escupitajos las mismas. Las cervezas venían una detrás de otra. Pagamos varias. Luego llegó una bebida blanca que incendiaba por dónde pasaba. Una pregunta tras otra. Obvio, Maradona en primer lugar y Messi que se llevaba el segundo podio. Todo fue en derredor del fútbol. Nos invitaron para un picado en la arena, descalzos. Sol y cuero, y canillas descarnadas que raspaban más que cualquier Sportlandia. Rápidamente me calcé las zapatillas. Imposible moverte cuando se atiborran de arena. Al menos se podía tapar una pelota. No había reloj que diera por finalizada la goleada que nos estaban infringiendo. La bocina de un lanchón nos sobresaltó. Debió ser la 347 que daba por finalizado el encuentro. Risas y palmadas. También nos fuimos nosotros a ver qué habían pescado. Suponíamos una carga abundante. En una bolsa de lona nos dieron varios peces para otra aventura de brazas. Las chatas eran imponentes. Los jóvenes, compañeros y rivales en menos de cinco minutos ya habían realizado su labor. Se me ocurre mirar los canastones, vacíos, las redes, como al descuido, percibí que esos nylon hacía tiempo que no entraban al agua. ¿Para qué entonces?
Nos sentamos frente al “Marioneta”, así llamado el casi- hotel- casi hospedaje-. Un precario barcito escaso de puertas era el lugar de encuentro. Estábamos todos los que habíamos corrido detrás de la redonda de cuero.
No fue una pregunta muy feliz de mi parte: “¿pobre gente -en referencia a los pescadores- no pescaron nada. ¿De qué viven estos tipos…? La mirada del, digamos, conserje fue fulminante. Comprendí que no debí hablar. Menos preguntar. Todo siguió con normalidad menos mi tranquilidad. Cuando todos se retiraron, el hombre de Quito se acercó y esperó que estuviéramos solos. “Perdón amigo. En este pueblo no pregunte nada. Absolutamente nada…” Me describió que todos los pibes que descargaron la mercadería viven de eso. Casi todo el pueblo de Canoa o Canoas – (Lo leí de diferente manera). Lo llamaron, antes de despedirse me murmura en esa tonada estirada: “mañana te cuento bien”. No había molestias en su contestación. Me quedé más tranquilo y casi que olvidé el mal momento.
Cerca de las 10 de la mañana, se cruzó al supuesto kiosco con un café para cada uno. Estábamos solos. Los otros paseaban por la orilla del mar divirtiéndose corriendo los cangrejos colorados.
Fue directo: “Ves esas barcazas, todas con números, al frente y a los costados, van en busca de la “blanca”. Lo miré. Bueno, de la cocaína que se pasa a Estados Unidos y Europa. Todos vivimos de eso. Cada quien tiene su tarea… Vamos a la orilla y tendrás oportunidad de ver cómo es esta tarea -evitó- pronunciar trabajo. Los lanchones silenciosos iban sin apuro. Minutos antes del mediodía me señaló a una de ellas y algo oscuro que se movía a su lado. ¡Ahí está saliendo el submarino que las provee! Ya vas a ver como descargan. Muy tenuemente se veía algo alto que sobresalía de esa carcaza negra grisácea, eso era el periscopio, me explicó-. Nítidamente pude observar dos hombres con cajas amarillas en sus manos. Caminaban sobre la cubierta del submarino casi pegado a la barcaza. Se saludaron y en segundos se sumergió. Desapareció. La explicación final puso luz a mi ignorancia de desconocer esas operaciones. “Estos son submarinos que trajo la FARC de Rusia, son de un material especial. Despliegan una velocidad increíble. Ellos tienen sus puntos de encuentro. Suben el periscopio y leen los números de los lanchones. Anotados tienen los números y los kilos que deben entregarle”. No me salía una palabra. “Este negocio cada vez crecerá más… antes apenas había un destartalado cascarón flotante. Hoy, solamente en esta orilla, debe haber más de veinte… afirmó”
Un extraño sentido del temor
No me acerqué cuando volvieron. Se entraba el sol y arribaban las gigantescas chatas. En horas pasaría a levantarnos un destartalado colectivo que nos llevaría a cruzar nuevamente la cordillera camino a Quito. Lo que generaba un miedo pavoroso por la velocidad en que tomaban las curvas. Varios de los pibes nos fueron a saludar. Así de afectuosos son.
Miré el reloj, me marcaba las 24.30 horas del 21 de enero de 2010.
Hasta el momento de escribir esta nota, mi cabeza podía salir de esas imágenes de violencia y muerte … Pensé, lo que había dicho el empleado del hotel, ¿el mundo del futuro funcionará con ese letal combustible blanco…? Hoy, 13 años después, me aparecen y desaparecen aquellas imágenes. Vaya uno a saber qué serán de esos seres cooptados para enfermar, matar y, de vez en cuando correr detrás de una pelota de cuero-
(Los nombres de los demás integrantes del grupo, preferimos preservarlos… en este mundo de muertes rápidas nunca se sabe)