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Miguel Andreis

Por qué aborrezco a los directores técnicos.

Escribe: Miguel Andreis.

Estaba de espalda en el banco de suplentes. Le costó identificarlo, muchos kilos de más, poco de aquel cabello rubio y una cintura que se llevó el tiempo. ¿Era o no era el Peca? Tenía el dieciséis en la espalda. No se acercó. Lo observó de lejos cuando comenzó a correr muy cerca del alambrado entrando en calentamiento. Se agachaba con dificultad. Siempre había tenido unos kilos de más. Ahora estaba feliz. No le preocupaba el vientre ni el pantalón  negro y ancho por debajo de la rodilla.

 Se preguntó si aún se acordaría de aquel domingo de junio del  64. Nunca se olvidó del llanto del Peca. Era el llanto de un pibe que amaba entrañablemente la redonda de cuero…

Los veteranos de los “súper sénior” se movían lentos, pesados, pero eran ellos. Eran la pasión que el almanaque no mata. No lo hacía muy seguido pero cuando podía, los sábados, se llegaba a presenciar los  encuentros del Torneo de “Fútbol Amistad” o de la AFUCO. Y ese sábado comprobó, que así como los años emparejan la belleza, también nivelan las habilidades. Lo supo cuando descubrió al Peca mover la redonda; tirar un pase o cabecear un córner. Le causó gracia lo que le gritaron: “Saltá o ¿ tenés miedo de apunarte?”. Si hasta hubiera jurado que tenía más destreza ahora que a los trece o catorce cuando entrenaban juntos en la quinta de Central Argentino. El Peca no faltaba a ningún entrenamiento. Corría como pocos, pero…  Y quería aprender. Se pasaba horas mirando como cabeceaba el Petiso Zapalá; se mostraba fascinado con la parsimonia del Oso Rodríguez debajo de los tres palos; Trombetta firme en el rechazo; el Negro Cabral repartiendo balones en la mitad de cancha; el Nene Forgione por la derecha y Jorge Tissera por la izquierda; el lungo Silvio Ghella demostrando calidad… el Cachi Gentile parado sobre la línea divisoria; la Chanchita Maiolo metiendo y metiendo; o la interminable Lora Ballano…o el Vasco Dhaer, el Chueco Araya o el Pancho Constantino… se acordaba de casi todos.

El penal fue para él…

Y rememoró aquel entusiasmo de ese rostro helado de la mañana  que se disipaba en la medida que pasaban los minutos y no lo hacían entrar.

El Peca gritaba a sus compañeros, y hasta tuvo la sensación que les ordenaba cómo pararse. Entró al área y lo barrieron. Penal. Tomó el fútbol, lo metió bajo el brazo y se paró en el punto marcado, y se preparó. Iba a patear él…

Aquella mañana del domingo de junio del ´64 el frío congelaba el aire. Don Juan Villafanie, el técnico de los “Rusos” de Central Argentino, le pidió al viejo Ochoa, masajista y utilero, que le entregara las camisetas a los pibes de la quinta. Villafanie contó una y dos veces. Eran nueve. Es decir, ocho y el Peca. El técnico le dejó en el banco una toda desteñida  (ni siquiera se la dio en la mano)  y no le dirigió la palabra. Sarmiento estaba completo. Tenía un buen equipo. Al ingresar a la cancha, el Peca, eufórico, intentó picar  para la media luna. Hoy, por fin, jugaría. Nunca lo habían puesto.  Villafanie lo tomó de un brazo y le dijo que se sentara con él en el banco. El Peca se atrevió a murmurarle: “perdón Don Villa… pero somos nada más que nueve… nos faltan dos”. Villafanie molesto por la acotación, apenas le respondió: “ya van a llegar los otros pibes, que nos falten dos o tres da lo mismo. Vos esperá en el banco”. El Peca nunca pudo jugar de titular. Siempre se aguantó dolorosamente la eterna suplencia. Menos esa. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Por “amargo” que fuera, al menos estorbaría, correría… si tenía mejor estado que nadie y eran ocho.

No esperó que empezara el partido. Le tiró la camiseta sobre el banco y nunca más se lo vio por el club. Villafanie tal vez jamás supo que esa mañana de pastos escarchados le mató en segundos todos los sueños a un pibe que amaba el fútbol. Que soñaba con jugar.

El sol del Sábado flotaba despidiéndose. Él no le sacaba la vista de encima al Peca, le costaba asumir esa imagen. Lo miró correr lento entre los lentos, impreciso y gesticulante. Corría como un chico encantado, deslumbrado e incondicional de la camiseta. Feliz. Sintió que el Peca, ahora, ahora casi viejo se desquitaba… Pensó en cuántos como al Peca, un técnico les robó la posibilidad de disfrutar un sueño sin dimensión: la de jugar al fútbol con una camiseta numerada en la espalda. Los técnicos suelen ser esos verdugos de la pasión. El remordimiento no les pertenece. Nunca les pertenece.

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