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Miguel Andreis

La vida es una pelota.

Y la pelota es mundial.

Escribe: Raquel Baratelli.

En tiempos mundialistas la vida se transforma, la esperanza de salir campeones y revivir los festejos que tiempo atrás se hicieron realidad convierte a la población en una especie de secta de energúmenos vestidos de celeste y blanco que practican las mil y una cábalas, que no hacen más que estudiar fixtures y calendarios, analizando y calculando próximos partidos y rivales que la selección “deberá derrotar”. Por unos cuantos días, con la celeste en el corazón y el corazón puesto en Messi, el deseo de gol es todo; la mente argenta es abducida por la pelota, el vocabulario se sintetiza en la palabra Gol y la mirada se vuelve ojo de pez, todo es redondo.

En cada partido en el que la patria juega y “se juega” con cada integrante de la selección, la vida se detiene, un silencio sepulcral inunda las calles vacías, ni los peros ladran, de tanto en tanto un lamento salido de ultratumba, a veces un grito colectivo desmesurado, matizado con algún silbato; noventa minutos que prolongan una agonía racionalmente inexplicable. En fin, cada partido, un parto, una neurótica espera por La Victoria, un ritual colectivo vital que se practica cada cuatro años frente a la pantalla en cada partido de la selección, congregando a fanáticos y a desentendidos del deporte, en torno a la pelota que gira en una cancha, al compás de los pies de los jugadores y de la mirada de los espectadores que empujan, saltan, gritan y sufren en las tribunas, en la oficina, en la escuela, en un bar o en casa.

Tras la decepción del primer partido, las ciudades argentas fueron una especie de escenario de “The walking dead” por un día, en el que a más de uno hasta se le piantó un lagrimón. Tan cantada estaba la victoria, tanto ego entre nosotros, que perder sonó a derrota. Sin embargo, sabiendo que una batalla no hace a la guerra, la celeste volvió a encenderse a la espera del próximo partido;  los muertos vivos resucitaron como el ave fénix, muchos reencarnados en técnicos profesionales del “fulbo” que dedicaron  sus días a dar cátedra y explicar lo que se debe y no en el juego.

Finalmente en la segunda batalla la victoria llegó, los muertos vivos resucitaron del todo en un grito que fueron dos, despertando la esperanza de seguir en carrera; los relatores, devenidos en eufóricos poetas del éxito, quedaron afónicos y la celeste copó calles y balcones renovando las ansias de ganar la próxima y las que vengan después.  Así las cosas, chicos, durante estos tiempos mundialistas, pase lo que pase, todo en la vida argenta será una pelota… lo que venga después en la cancha de la vida, ya se verá.

En la previa, la calle se altera, conductores apurados y compradores compulsivos llenando kioscos y almacenes, cual hormigas antes de una tormenta, trazando rutas de abastecimiento de lo que alcance para resistir frente a la tele… en el minuto que comienza el partido, las calles de la ciudad se vacían, hasta de perros, el silencio sepulcral interrumpido de vez en cuando por algún lamento generalizado, o algún grito colectivo desmesurado como proveniente de ultratumba, matizado con el sonar de alguna bubucela, que cortan por un instante el clima desértico de la ciudad… así transcurren unos 90 minutos que se prolongan en una sensación de agonía racionalmente inexplicable.

Son momentos en los que las familias, los amigos, compañeros de oficina, escolares y demás se congregan frente a una pantalla, en un recogimiento digno de un rito vital. Cada partido un parto, una neurótica espera por  La Victoria, que se asume como un reto íntimo y personal de cada espectador; ganar o perder, esa es la cuestión, si la propia selección gana cada espectador siente un alivio, un triunfo propio, de golpe la vida le sonríe y es un solo grito que se escucha en las calles, que vuelven a tomar el ritmo. 

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