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Miguel Andreis

La muerte del arriero. El Vasco, la “parca” y la manta.

Le dicen el “Vasco” atrapa en su existencia una niñez para nada aliviada. Conocido ciudadano de nuestra ciudad. No es necesario poner su nombre. Hoy tiene un buen pasar económico y marcado reconocimiento social, pero nunca dejó al chico que lleva adentro. Ni olvida las carencias de un tiempo de platos nunca llenos. La conversación nace con el dato de un tercer amigo en común que aludió al hecho como esas cuestiones mágicas o ficcionales. Porfiadamente extrañas donde la frase “viste que chico es el mundo…” se convierte en un disparador. No hay necesidades de cambiar un punto o una coma de la historia. Conmueve tanta casualidad. No obstante, cada lector tendrá en su alforja interior esas vivencias casi mágicas que no solo sorprenden, sino que rozan lo increíble.

Escribe: Miguel Andreis.

El vasco que transita los sesenta hace del relato una pintura secuenciada.

Cuatro hermanos muy pequeños y la muerte que les golpeó las manos en la tranquera de alambre en la humilde casa de puestero en una estancia de Pascanas.

Su madre, Rosa, una laburante de relojes ausentes. Vasca guapa con el rostro mirando el sol. Su padre arriero o resero de oficio. Otros lo definirían como tropero. Alto, de ojos claros y de figura agraciada. Facón en la cintura y cuerpo hermanado al caballo. La mirada larga, atenta a que ningún animal escapara de la formación. Lluvias, vientos, calores o fríos le daban rigor a los puños cuando apretaban la empuñadura del filoso tres remaches.

Reseros incansables de horizontes inciertos. Se decía de él, leal, incansable, de palabra sin dobleces y atractivo para las damas. Muchas anécdotas sobre ocultos amores.

El vasco, no llegó a conocerlo. Apenas, tenía cinco meses cuando la información llegó hasta el rancho donde vivían en la estancia Las Gamas en Pascanas. Sus otros tres hermanos se sucedían con 5, 4 y 2 años. Rosa apretó las mandíbulas y los ojos le regaron el semblante. Le avisaban de la muerte de su esposo. No hubo más explicaciones.

Desde entonces y por algunos años el domingo era día de obligatoria visita al campo santo. La incógnita sobre su deceso estaba embebida de las más diversas hipótesis de fantasías infinitas. Un tiro en el muslo derecho, la femoral que se rompe y la sangre que no se detiene. Un paisano de azulados ojos, delgado y alto que llegó al lugar después de … lo tomó entre sus brazos. Fue cerca de una escarchada laguna. El vuelo de algunos cirirí cruzaban la mirada del moribundo. Ni una sola queja. Apenas unas palabras de despedida. El sostenedor arrojó sobre el cuerpo agonizante un poncho de coloridos pellones, como para que el frío de la parca no se transforme en puñado de alfileres en esa anatomía anémica de savia roja que se estaba yendo sin apuros…

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Terminó una importante reunión con sus compañeros en Buenos Aires…

Observó el reloj y se sobresaltó. Le costaría bastante llegar al Aeroparque a tiempo para tomar el vuelo con destino a Córdoba. El vasco salió de la sede central capitalina del gremio y trepó a un taxi que de casualidad se detenía. Le pidió al chofer: “amigo, tengo un vuelo en pocos minutos y preciso estar urgente en…”. El obrero del volante captó la solicitud. “¿De Córdoba?” Interrogó. “Así es…” fue la respuesta. Mientras miraba por el espejo retrovisor al pasajero rememoró: “De chico, iba siempre a un pueblo cordobés donde mi abuelo, cuando ganó la lotería, compró allí una estancia… Pascanas se llama el lugar y Las Gamas… el campo“

El villamariense sintió que las manos comenzaron a transpirarle: “Perdón amigo, ¿Cómo era o es el nombre de su abuelo?”; “Garibaldi del Bueno” contestó; “¡¡Vea que casualidad En ese pueblo y en esa estancia nací yo…. Y también murió mi padre!!” acentuó las sílabas de la frase
El taxista tampoco ocultó su conmoción. El transportado avanzó: “Su abuelo falleció o está vivo”; “Anda por los noventa años, pero muy lúcido…” replicó; “Me gustaría tener una charla con él, habría alguna posibilidad. Yo viajo permanentemente a Buenos Aires”; “Con todo gusto amigo, aquí tiene mi teléfono y dirección. Avíseme y lo llevo para que charlen”

El vasco subió al avión y el nombre de Garibaldi del Bueno fue un eco que lo acompañó hasta la capital provincial. En la semana continuó repiqueteando ese tal Garibaldi.

Toda su niñez y adolescencia solo escuchó enigmas sobre la muerte de su progenitor. Nadie daba razones ni señales del apretador del gatillo. Los murmullos eran grillos empecinados en darle turbiedad a las especulaciones. Mucho se habló de un desafío. Y de una bella jovencita enamorada de un desandador de caminos. La verdad jamás se supo.

“¡No es casualidad, a usted lo mandan…!

No le importó llegar tarde a la reunión. Llamó al taxista y una hora después estaba en casa de Garibaldi. Una morada de buen gusto. Sentado entre algunos familiares se encontraba un hombre alto, calvo, de penetrantes ojos azules, bombacha y alpargatas, esquivo para la sonrisa. La voz firme y convincente. “Tiene un gran parecido con su padre.” Fue lo primero que deslizó con tono campechano apenas ingresé. Habló muy bien de él. Adjetivó sobre la lealtad, la valentía, la capacidad de trabajo… Un gaucho de ley” sentenció como para dar síntesis a su testimonio.

El visitante no demoró en preguntar qué conocía sobre la muerte de su padre. “Murió en mis brazos. La bala le dio en la pierna derecha….”; “Mire qué casualidad, años y años escuchando hablar de usted y vengo a encontrar su huella arriba del taxi de su nieto”; el hombre firme, con la vista fija remarcó; “No es ninguna casualidad, a usted lo mandan…”

“En realidad nunca me dijo quién o qué me mandaba. Solo que era un mandato…”.

Le enumera las distintas presunciones: “Posiblemente usted conozca algo que en la familia nunca supimos o…”; Del Bueno afirma con voz firme que “se trató de un ´accidente”. Pareció no querer continuar con el diálogo. El libreto de aquella muerte aparecía como concluido.

El vasco le estrechó la mano, y agradeció. Saludó a los presentes y se encaminó hacia la puerta, “el anfitrión se pone de pie y me dice que lo espere. Volvió con una manta de largos pellones de lana de todos los colores. Perfectamente doblada. Clava su vista en mis pupilas. Me la entrega como si se tratase de un niño, indicándome – ´no la abandone nunca. Nunca. Desde entonces la tengo en mi casa”´-. “La palabra accidente me sonaba más extraña…”

¿¡Fue un duelo por polleras!? La jovencita hija de un puestero… Vaya uno a saber… “El tiempo se habrá llevado la certeza y actores de aquel hecho…Por ahí cuando tengo necesidad de sentir a mi viejo cerca, me arrojo la manta sobre el hombro… Difícil explicar el calor que me trasmite…”

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