Escribe: Felix Vera.
Lo que se nota, más que nunca, es que ya no hay buenas preguntas. Ya nadie se pregunta por el futuro. Solo se discute quién gana o quién pierde en la coyuntura. No hay estrategia, ni horizonte, ni destino común. Apenas un instinto de supervivencia: salvarse hoy, y mañana vamos viendo.
Todos lo sabemos, aunque lo neguemos. El camino hacia otro fracaso parece inevitable. Intentamos racionalizar las emociones, un acto tan absurdo como pretender demostrar la cuadratura del círculo. Quizás el problema no sea la falta de respuestas, sino que las preguntas que nos hacemos son las equivocadas.
Si el problema fuera económico, lo estamos empeorando. Buscamos el salvataje, pero ¿para qué y a qué costo? Lo que hemos hecho como país, es hemos ido a pedir prestada más dinamita para seguir extrayendo oro de la mina. El oro se lo llevan pocos; las explosiones las padeceremos muchos. Seguimos cavando, aun sabiendo que cada estallido nos acerca un poco más al derrumbe.
Y si la suerte será esa, hay una diferencia entre derrumbarse y estallar. Si todavía nos queda un destello de suerte —o de esperanza, o de patriotismo—, el derrumbe podría ser un acontecimiento fundacional. Caer hacia adentro, tocar fondo, podría darnos una posibilidad de renacer. En cambio, si lo que viene es una explosión, no habrá forma posible de recomponer los fragmentos. La desintegración no reconoce bordes; serán millones de esquirlas lanzadas al azar, sin dirección ni destino.
Estamos decididos a morir, y lo más inquietante es que estamos moldeando la forma en que queremos hacerlo. Como quien pide un último deseo, convencido de que elegir el modo de su destrucción es todavía un acto de libertad.
Hemos delegado ese final en arquitectos y expertos en explosivos. Cumplen con precisión lo que se les encomendó. No solo son culpables, son mercenarios que saldrán vivos del desastre. Los verdaderos responsables somos nosotros, los que firmamos el contrato de nuestra propia destrucción.
Y ahí, en el fondo, está la raíz del problema. No nos gobierna la razón, ni la esperanza, ni siquiera el miedo. Vivimos gobernados por una emoción: el enojo. Un enojo que no trastorna, que no organiza, que solo destruye.
Tal vez el desafío no sea vencerlo, sino primero reconocerlo. Aceptar que detrás del enojo hay decepción, cansancio, miedo, y una nostalgia infinita por lo que alguna vez creímos que podíamos ser. Porque en el fondo, más que destruir, lo que queremos —aunque no sepamos cómo decirlo— es volver a sentir que algo puede tener sentido.
 
															 
															 
				

