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Miguel Andreis

El niño y …

Escribe: Miguel Andreis.

El niño permanecía sentado sobre unas redondeadas y agrietadas piedras, desde la distancia se asemejaban a disimétricas y armónicas montañas que escoltaban el paso del agua. Era aquel el lugar preciso, desde allí el panorama se ensanchaba y la visión del único camino volvía nítida y total. En ese instante el mundo se circunscribía a esos pegajosos y barrosos dedos tratando de que la gruesa lombriz cubriera con su cuerpo el curvo anzuelo. Sus esforzados contorneos era inútiles, de a poco el puntudo, filoso acero, comenzaron a traspasarla en toda su alargada contextura.

Una voz en forma de saludo lo sorprende, brotaba profunda, cálida, seductora, pertenecía a un hombre delgado, de mirada transparente, su expresivo rostro estaba vestido por renegrida barba y lacios cabellos llovían sobre los hombros. No hubo inquietud al verlo acercarse. No atinó movimiento alguno. El solitario paisaje lo adoptaba como propio.

Notó que los pies estaban totalmente desnudos, descubiertos, majestuosamente limpios… un pensamiento lo inunda ¿de dónde salió?, ¿de dónde, que no lo vi por el camino?

– Buenas tardes –rompió el visitante en busca de una respuesta

– Buenas, ¿qué tal don?… juro que no lo vi venir…

– Llegué por ahí- señalando con la mano a lo lejos y hacia ningún lugar ¿pescaste algo?

– No, la verdad nunca pesco nada, no importa. Me entretengo lo mismo mirando saltar las mojarritas, o como los pájaros beben en vuelo rasante; o como danzan los sauces llorones sobre el agua…No. nunca pesco nada.

– ¿Venís solo?

– Sí, siempre

– ¿Tus padres saben que estás acá?

– ¡¡¡Noooo!!! Si les digo que vengo al río seguro que me dan una biaba. Invento que voy a otra parte… la verdad, no me dejarían.

Casi sin darse cuenta cada vez se acercaba más al delgado barbado; tuvo la sensación que lo conocía desde siempre. Un viejo amigo al que no se le teme contar la verdad. La caña quedó inclinada descansando sobre una resbaladizas rocas, la boya mostraba la fina tanza enredada entre el pastizal. Algo comenzó a dibujarse en la expresión del niño. Un calma extraña lo iluminaba, el recelo estaba ausente… lejano, misteriosamente lejano.

– ¿Usted dónde vive? –inquirió el pibe-

– Allí, en los peces, en el agua, las piedras, los árboles y el viento que te mueve.

Soy tus padres, tus hermanos, tus amigos, estoy en tus ojos, en vos… sí, en vos – la sonrisa brotaba en cada gesto-

– Entonces usted es… ése… sí, ése que llaman…

Tomó la caña, lentamente comenzó a envolver el fino nylon, la lombriz todavía se retorcía en el anzuelo continuando con su ritual de contorsiones. (Le extrañó que todavía viviese)

Los latidos apuraban…

Estiró la mano y le acarició la barba, el cabello… un agradable calor subió por su cuerpo, el apretón fue intenso, los latidos apuraban su función…

– Oiga, gracias, gracias, a… digamos la suerte que me permitió conocerlo…

El hombre con cómplice sonrisa pregunta ¿gracias por qué?
Simplemente porque de ahora en más ya no tendré temor cuando me amenacen con que si hago tal o cual cosa… Dios me castigará.

Le guiñó un ojo – fue correspondido- se estiró largo, infinitamente largo, le dio un beso en la frente y comenzó a caminar lentamente, con el suave peso de la caña sobre el hombro, mientras que la lombriz bamboleante, también ella, intentaba un saludo. Se dio vuelta, buscó y buscó, nada, el sauce le regalaba la sombra a varias mojarritas que displicentes jugaban a las escondidas con cientos de pájaros, todos, absolutamente todos parecían tener la misma sonrisa y complicidad de aquel hombre delgado, con barba y descalzo…

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