Ambas viven en Villa María, podrían hacerlo en otra ciudad. Se multiplican y sobreviven en cualquier urbe. Poco importa la cantidad de habitantes. Flor (Florencia) tiene 14 años; María Elena, 13. Llegar a ellas fue suficiente con un llamado telefónico. Dos hombres que hace rato odian la palabra sexagenario, nos acercaron a las niñas. Ellos, amigos de café, de discusiones interminables, y de vivencias no siempre contables, conocen en forma minuciosa los grises laberintos de las chicas. Se han auto-prohibido enamorarse. Se conforman con sentir entre sus dedos, semanalmente, la piel tirante y de olores cambiantes. Las tarjetas estaban escritas a máquina sobre un papel de hoja común y cortadas a tijera. Casi irónicamente y entre signos de admiración se leía ¡Todo servicio! Flor y María Elena. Por ser menores no pueden publicar en los medios que tienen secciones especiales. Igualmente, clientes no les faltan.
Escribe: Miguel Andreis.
Al tercer llamado del celular, atendieron. Concurrí a la hora y el lugar que indicaron. No tardaron demasiado en ingresar, ni dudaron en acercarse a la mesa. Vaya a saber en que madrugada dejaron para siempre su anatomía de niñas. Ríen. María Elena, de cortas polleras, camina arrastrando los píes, como sobrando los mosaicos. Flor, mira demostrando que nada le importará demasiado. Aparentan más calendarios de los que sus huesos aún cartilaginosos portan. «Si no hay plata no hablamos», dice con firmeza la menor, la otra asiente con la cabeza. En el arreglo también está el consumo de ese momento. Respondo que sí. Llamaron a la moza y pidieron sándwiches y gaseosas. Comprendieron que el teléfono oficiaba de grabador. Pareció silenciarlas. Por momentos tuve la sensación de las miradas que provenían de las otras mesas la incomodaban. Perturbaban. Nada de eso.
Pechos duros, semidescubiertos. Las uñas a medio pintar mezclaban su color de sol furioso con la tierra que se observaba en la punta de los dedos. Bebían apuradas y más apuradas comían. Lo hacían con la boca abierta. Comían y hablaban a la vez. Ninguna tenía corpiño, y el blanco de uno de los pantalones ya era crema claro. En minutos perdieron el temor a esa cajita oscura que archiva las palabras. Ya no les importó el grabador. Unos y otros nos miraban. La mujer que nos sirvió, también observaba olvidando el disimulo. Me hizo una mueca de desdén.
Había que empezar.
– ¿Tienen algún parentesco?
– “No. Sí. (Se contradicen). Somos primas. La mamá de ella es tía de mi madrina aclara María Elena. En realidad vamos juntas a la escuela. No te diremos a cuál. ¿Qué te podemos contar nosotras?… si apenas vendemos cosas… chucherías”.
Les recuerdo la tarjeta y sus “servicios completos”.
Se miran y clavan la vista hacia la ruta. Se había detenido una unidad de “Seguridad Ciudadana “… Esperan hasta que el vehículo se ponga en movimiento nuevamente. Se tranquilizan.
– “Bhue, ya lo sabés. Por vender medias o bombachas no estaríamos aquí… Cualquier viejo o tipo grande puede ser un cliente. Y los no tan viejos también. Nos llaman y vamos a sus casas. Solas o las dos, o salimos en el auto del jovato”.
– Intuí que la voz que respondió el celular no era de ninguna de ellas. Pregunté quién había atendido.
-“… Mi tía (indica Flor), ella es la que nos toma los pedidos y luego le damos una parte. Hasta ahora siempre nos ha ido bien. Nos alcanza para comer y vestirnos y… Todo se complica cuando le decimos la verdadera edad al cliente, la mayoría se borran. Tienen miedo de ir en cana. Así que les mentimos unos años. En Bell Ville, donde vive mi abuelo, tuve un problema, y ahí conocí Tribunales.”
Explica Flor y pregunta si puede pedir otra hamburguesa, solo que cambiará la marca de gaseosa
-“Estaba en segundo grado y me agarró un tío, pero como él andaba con mi mamá ella no dijo nada. Se quedó en el molde. Aquello se repitió y un día lo hizo por atrás (se señala girando la cabeza y hace un gesto de dolor). Tuvieron que llevarme al Hospital. Llamaron a la policía y fue cuando un viejo de mierda, (Juez) me mandó a Villa María a la casa de mi madrina. Hicieron los trámites para ponerme en el Patronato, pero nunca me enviaron, por suerte. Hace un tiempo lo cerraron”.
-Ninguna de las dos terminó la primaria. “Yo salí con un chico más grande. Todo bien hasta que un almacenero comenzó a regalarme cositas. Me pedía que lo fuera a visitar a la siesta. Un día la invité a ella, fuimos las dos, se puso loco. Cuando la madrina se enteró, ni se enojó. Se fue hablar con el viejo. Al día siguiente el almacenero nos envió una heladera nueva. La tía es la dueña del celular, y también trabaja”.
-María Elena, interviene: “El mes pasado con lo que hicimos pagamos la luz, el cable (TV), ayudamos con el alquiler y todo el pedido de comida”.
-Siento en mi interior que preguntar el cuánto hicieron de dinero tiene un grado de perversidad. Parecen adivinarlo y lo indican. Mucho más que un sueldo de cualquier empleado de comercio.
-Deslizan un comentario sobre un comerciante entrado en años que permanece en una mesa cercana. El encuentro había sido en el bar de una estación de servicio sobre la ruta pesada.
-“No sé si el año que viene vuelvo al colegio –sostiene Flor, me cuesta estudiar. No me gusta ir a la escuela. Siempre me costó sacar cuentas o hacer oraciones. Jamás hago lo que me dicen. Me parece que soy grande para estar haciendo los deberes, parezco una boluda…”.
–¿Te sentís grande?
-“¿¡Y a vos te parezco chica!? (¿no oculta su molestia?… Mirá si a alguien con quien salgo le voy a estar diciendo, dale, apurate que tengo que volver para hacer los deberes. Después te casás y chau… para qué querés saber tanto. Con leer y escribir es suficiente”.
–¿Hay muchas como ustedes, en la calle, ejerciendo…?
-Sí. Mi madrina siempre dice que cada vez hay más pibas y con menos años. A veces se enoja porque la competencia no es pareja. Toda mi familia trabajaba en un campo cerca de Las Varillas, mi viejo se fue con otra mujer, y mi vieja nos desparramó. Yo llegué a Villa María hace pocos años –vuelve a intervenir María Elena-, fui a parar a la casa de un matrimonio que vivía por la calle Buenos Aires, saliendo, en un chacrita. Me disparé porque me cansaron y ahora estamos con la madrina. Ella nos trata bien. Bueno, nos trata bien cuando su marido no nos jode. Ya nos dijo que si ve algo raro nos parte la cabeza y nos raja. El tipo es un baboso. Por suerte hace rato que tiene problemas en el hígado y casi no se mueve. Capaz que se muera”.
-“En esta ciudad hay más chicas que hacen la calle de lo que todos creen…Bhue, te diría que hay más trabas que mujeres ¿Y qué quieren que hagamos? Días pasado un tipo que es doctor o algo así, cuando subí al auto comenzó a sermonearme, que era muy chica para hacer esto; que estudiara; que sé yo cuántas cosas. Me pareció que tenía razón. Cuando me di cuenta ya estábamos entrando en el mueble. Y por supuesto que me pagó como todos, y hasta me hizo un regalo. ¡Para qué tantos consejos! Si vieras todas las cosas que me pedía que le hiciera”.
-No escapan al tema de las enfermedades de trasmisión sexual. Saben que existe y punto. Es un problema de otros. “Estuve con fiebre y me salió una mancha en la espalda –remarca Flor, mientras cambia miradas con un joven de su edad. Aclara que es un limpiavidrios amigo de su hermano. La madrina me llevó al (Hospital) Pasteur, me hicieron todos los estudios, también ese del Sida. Por suerte todo bien, pero escuché que le contaron que están preocupados por la cantidad de pibas enfermas que hay en Villa María y que vienen de otros lados. La médica me habló sobre la hepatitis brava, esa que tiene una letra. A una chica de Villa Nueva, amiga del marido de la madrina, media vieja, como de 35 años, sé que la atienden en un hospital de Córdoba. Ya bajó mucho de peso, pero sigue trabajando en la ruta 9, a la salida de la ciudad, cerca del cruce de la Fábrica de Pólvoras. Ahí está lleno de travestis”.
-Ambas coinciden que: “Nadie quiere usar forros, a mí da lo mismo que se lo pongan o no. Las dos tomamos pastillas para no tener chicos. Nos la dan en el Hospital”.
–¿Hay noviazgo? (Ríen)
-“Las dos se miran. Yo salgo con un casado, es camionero – Flor echa la cabeza hacia atrás como tomando aire. Me tiene loca de amor, aunque es muy celoso. Vive a la vuelta de casa (barrio San Martín). La mujer es una flaca histérica que lo molesta por todo. Conmigo es bueno y siempre me da manija con que no me olvide de tomar las pastillas. Tiene miedo de que quede embarazada. Ya tiene tres hijos. Cuando está me cuido en salir. La madrina ya me dijo que si me llega a poner las manos encima lo denuncia por andar conmigo. Él lo sabe y se caga”.
-Camina hasta un exhibidor donde hay chocolates. ¿Me comprás uno? Elige el Toblerone más grande. Expresa en voz alta mirándome nuevamente sí se lo compro. Todos se dan vuelta y esperan la respuesta. Continúo hablando con la amiga como si no escuchara, ella levanta más la voz. Asiento con la cabeza. No era un buen momento para mi rostro.
-“Las más grandes andan por los bulevares Alvear o España, en la plaza, y las más lindas en los hoteles. Allí no va cualquiera. Nosotras ya tenemos los puntos fijos. Lo del teléfono da resultado. Un viejo le cuenta a otro y ese a otro” Ríe sola y un chorro de coca se le cae de la comisura de los labios
-“Dale, cóntale al señor lo de ese tipo que te viene a buscar los domingos… dale, total”
-María Elena da algunos detalles. Le conoce el apellido. Obviamente, una persona “tradicional” en la ciudad. “Lo tengo que esperar al ingreso del Subnivel, el guacho deja la mujer en la Iglesia, que va a misa, y él pasa a buscarme. Es un viejo raro. Muy piola. Nos vamos a un mueble. Siempre me hace un regalito –y muestra las sandalias. Un día me dijo “si no me molestaba que él me afeitara allá abajo… no supe qué responderle”. Ahí nomás sacó de una carterita de cuero, un pote de espuma de afeitar y una maquinita. Me dio miedo y no quise, dijo que me pagaría el doble. Me metió bajo la lluvia y luego me afeitó. Después solo quiso que lo tocara. La mayoría de las veces hace lo mismo, y me paga. Ya no me molesta que me afeite. Pide comida para los dos y lo que sobra me lo envuelve para que me lo lleve”
-Intercambian historias, algunas poco creíbles, otras nos muestran de las miserias que somos capaces. Intentó tomarle una foto también con el teléfono. Se molestaron. Indicaron que no habría fotos. “Ni locas. Querés que vamos en cana”.
–Hablando de policía ¿Nunca las detuvieron?
–
- “Una vez –María Elena, señala en voz baja- pero por un lío entre la madrina y el marido. Por laburar no. Hace rato, salí con un cana, que después tuvo despelote por otro caso, con una piba también menor. Es mejor llevarse bien con ellos. Hasta ahora no nos joden. “Mi madrina corta clavos. Le tiene miedo porque si nos enganchan la que va en cana es ella”
- No querían seguir hablando. Seguramente la nota era el tiempo que ocupan con un “cliente”. Algunos gestos la ubican entre aquellas niñas que aún se maravillan con las escenas de títeres. Eso es solo por momentos. Pero ya la vida las marcó con la impronta de un camino del que no es fácil regresar cuando las oportunidades casi son inexistentes. Van aprendiendo los códigos. Los saben y ponen en práctica. No obstante, a lo largo del encuentro intentaron hacer prevalecer la imagen de adolescentes convencidas que poco tienen para descubrir. Es raro, trasladan un retrato en sus ojos, mitad viejos, opacos y cansados, mitad infantiles, vivaces y tiernos. Cuesta sobrepasar esa dimensión. Ellas alquilan un cuerpo que aún no se terminó de conformar, la mayoría de los adquirentes son hombres ensobrados en huesos frágiles y carnes flácidas que sueñan recuperar minutos de placeres que por sí sólo ya no volverán. La oferta y la demanda. Las causas y los efectos. Así desandan sus días, entre el discurso moralista de un segmento social con vocación de fiscal, y la respuesta de ausente contención de un Estado que se perdió en los estrépitos de “cosas más importantes”.
No hay estadísticas sobre la cantidad de prostitutas menores (tampoco de mayores) que existen en la ciudad. Tampoco de las que están enfermas de ETS. Muchísimas en nuestra ciudad. A mayor exclusión socioeconómica el número aumentará. Simple ecuación matemática. Están conscientes que pronto nomás deberán acurrucarse en un rincón de cualquier calabozo. Los que pagan por su carne no tendrán el mismo infortunio. Algunos pensarán: son las reglas de juego. Es cierto, la reglas donde siempre pierden los más débiles. Salimos juntos. Flor muerde el chocolate, ablandado porque estaba apretado en el pantalón, casi tapándole el ombligo. Gracias por la coca y el sándwich… -dicen-, al menos nos dio gusto tragarla…”.


