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Miguel Andreis

“Anyulina y el olor de los andenes”

El día que inauguraron el Subnivel.

Escribe: Miguel Andreis.

Miró el reloj y marcaba exactamente las 19.12, siempre tuvo una obsesión por la hora. La máquina 8.254 arrastraba varios vagones con las luces encendidas y sin pasajeros. La gente aplaudía. Nunca asistió al aplauso de la multitud a una máquina. Estaba acostumbrado a que los putearan cuando se ponían a hacer maniobras en los paso a nivel. Nunca aplausos Anotó el número de la máquina para jugarle el lunes unos pesitos a la quiniela. Al fin, su único vicio. Observó al maquinista, al guarda… no conocía a ninguno. Llevaba casi dos décadas de jubilado. Con sus ochenta largos años jamás había visto tanta gente en la estación. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, recordó cuando en 1944 llegó Juan Domingo Perón, o cuando pasó Evita y entregaba regalos. Fueron miles y miles pero no tantos como este domingo 14 de abril. Esto fue distinto. Nunca vio una multitud así, calculó más de 12.000 personas. Loaisa se había quedado viudo y el tiempo ya no le molestaba. Le encantaba jugar con los recuerdos. Repasó con las pupilas, en cámara lenta, entre apretujones, el andén por donde transitó durante más de 35 años, contó los bancos de madera pintados de verdes, ahora quedaban cuatro. Supo haber ocho, más lo que estaban en la boletería. Su gran pasión siempre fueron los trenes. Buscó el último banco, se sentó y comprendió que de aquella estación quedaba poco y nada. Un reflector le dibujaba el rostro contra la pared. Se le mezclaron los sentimientos, nostalgia y reconocimiento por la obra inaugurada. A la vieja terminal solo le quedaba el esqueleto, pero no podía negar la belleza del nuevo paisaje. Decidió fumar el quinto cigarrillo del día, el último, se dijo. Cerró los ojos y una sucesión de imágenes comenzaron a deambular en su memoria. Una se detuvo a su lado, si hasta sintió que lo tocaba…

La primera vez que escuchó cantar aquella canción fue por los setenta. Ese catalán, como su madre, cantaba como hablando, era una especie de Polaco Goyeneche español. Le gustó tanto que compró sus long play… no quería abrir los ojos, para él, ella estaba allí. Y balbuceó para sí mismo esa descriptiva poesía del olvido:

“Penélope, con su bolso de piel marrón, sus zapatos de tacón, y su vestido de domingo. Penélope se sienta en un banco del andén, y espera que llegue el primer tren, meneando el abanico…”

Cómo  no la iba a recordar. Ella era. Ella era especial…  Ninguno de sus compañeros de mamelucos azules la olvidaría. No sabe ni cuándo ni quién pero uno de ellos dijo que se llamaba Angiulina; aunque la pronunciaban Anyulina. Mujer de rostro europeo, piel delicada, pelo cano estirado y con un rodete adherido a la nuca. Delgada y bella, bellísima seguramente, antes que el dolor le multiplicara las arrugas. Anyulina llegaba puntualmente pasada las doce, se sentaba en un banco del andén y esperaba que llegara el tren. Siempre con cartas en la manos. Jamás sintió una mirada tan desesperada como esperanzada. Una vez escuchó que los andenes huelen raro, porque es el olor de la melancolía, del adiós con alas de esperanza… Después de mucho tiempo se dio cuenta que ese era el olor de Anyulina. El color de los ojos le cambiaba mientras observaba cuando  descendían los pasajeros, más de una vez se levantó corriendo y, pocos metros antes, detuvo su marcha. No era a quien esperaba. Siguió balbuceando y ensanchando las pupilas.

“Dicen en el pueblo que un caminante paró su reloj, una tarde de primavera. Adiós amor mío no me llores, volveré…”

Y Anyulina se le pareció tanto a la Penélope de Serrat, tanto que todos y cada uno de quienes frecuentaban la estación comenzaron a ver en esa mujer la expresión más pura del amor que espera con paciencia infinita. Se preguntó qué habría hecho Anyulina este domingo entre tanta gente. Tantos rostros, seguramente uno, o muchos retratos la confundirían y por fracción de segundos le devolverían vida a sus ojos. Loaisa tuvo ganas de encender otro pucho. No era un día más y podría permitirse ese gusto. Total la campaña ya estaba hecha (se dijo). Sacó el “Carusita” y la llama mordió el borde del canoso bigote. Lo hizo sin  girar el cuello, temió que Anyulina se molestara y echara a caminar entre la gente. Le habían quedado tantas preguntas sin hacer. En realidad todas eran  dudas, porque ella nunca abrió la boca en tantos años de espera. Le hubiese gustado preguntarle el nombre del hombre que no llegaba…:

“Triste a fuerza de esperar sus ojos parecen brillar si un tren viene a lo lejos…”

Las cartas, ¿qué decían las cartas? Era en definitiva un paradigma del amor. Los compañeros de laburo lo sabían y respetaban con fervor religioso sus silencios. Y hasta pensó que se trataba de  la misma Penélope que en un cambió de vías llegó hasta Villa María. Cualquier lugar es bueno para esperar cuando ya nadie vendrá. Los andenes de eso saben y mucho. 

Un tango se esparcía desde el recientemente inaugurado teatrino, sin abrir los ojos estiró la mano y sintió que los dedos de Anyulina se enredaron a los suyos. Los notó fríos.

Nunca supo por qué, pero esa mujer de enajenado  estoicismo, siempre lo conmovió. La última vez que la vio fue en los primeros años del ochenta, caminaba dificultosamente y le costaba levantarse del banco de madera verde. Seguía llevando las mismas cartas en la mano, ya marrones, como terrones de tiempo, siempre con la vista fija donde las vías se juntan. Alguien, años después, les dijo que había fallecido, pero no obtuvo más datos. Mientras daba las últimas pitadas se preguntó por qué precisamente esta noche, justo esta noche le aparecía el recuerdo de Anyulina. Se puso de pie y casi se sobresaltó, al final del andén, una mujer delgada, con rostro europeo, cabello cano y un rodete adherido a la nuca, levantaba la mano saludándolo…

“Antes que los sauces pierdan las hojas, piensa en mí, piensa en mí, pobre infeliz se paró tu reloj infantil una tarde plomiza de abril…”

Loaisa, vivió una noche especial. La ciudad también. Pero él sabe lo de Anyulina, él sabe de memoria la canción de Penélope, él, como los viejos ferroviarios, saben guardar en secreto por qué, por qué los andenes  de las estaciones huelen todos iguales… Todos.

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