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Miguel Andreis

Aguafuertes villamarienses

Esta nota fue publicada en mayo de 2015. No tiene nada de especial, o sí, solo que se me vino a la memoria, con todo lo que está aconteciendo en estos momentos el país y muy especialmente en Villa María, con el tema del coronavirus, la pandemia y especialmente con todos los periplos de quien fue elegido como Intendente, Dr. Martín Gill.

El candidato que a menos de dos semanas de haber triunfado en las urnas, ya estaba metiéndole los cuernos a quienes lo votaron y a los que no también. Aceptaba el cargo que había arreglado antes con Alberto Fernández. El mismo puesto que tenía “Lopecito”, aquel revoleador de bolsos en los conventos, que se quería rajar con 9 palos verdes. Es decir, ocupar un cargo relevante en el Ejecutivo. Días atrás, en una arquitectura cuasi de impunidad, y luego de seis meses de ausencia en la intendencia, regresó a Villa María para que los suyos, el peronismo con distintos nombres, le volvieran a otorgar otros seis meses de licencia, mientras que el intendente interino que puso, es de Las Perdices y no tiene idea de la ciudad. Más aún sale a recorrerla en helicóptero. Ojo que no es broma. Se llama Pablo Rosso y era el Rector de la UTN. Eso implica que la urbe está con piloto automático. No tiene conducción.
El entrevistado por entonces, y anclaremos en él, ya no está más. No obstante, lo expuesto, son situaciones, seguramente, con más misticismo que realidad. Alguien diría que las brujas no existen, pero que las hay, las hay… ¿Las hay?) Esto lo vuelvo a publicar porque Rosso dijo semanas pasadas que volverá a la carga con la venta de la Placita Ocampo. Un negocio inmobiliario que comenzó Gill, de un grado de corrupción nunca visto por estos pagos. El valor de la Placita, rondaría los 20 millones de dólares, lo que le quieren entregar a cambio, muy, pero muy bien pago, podría llegar a los 600 mil de los verdes?
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Don Joaquín y sus premoniciones
El hombre había incitado a una de sus hijas para que llamara a la Redacción. “Tiene cosas importantes para contarles…” Le prometimos ir a visitarlo. Con 96 años muestra aún notoria lucidez. Decidí hacer la entrevista dos días antes de fin de año. Su casa, en un barrio de las afueras, me quedaba de paso. Margarita, una de las siete descendientes, me llevó hasta su padre. Tomaba mates en el patio cercado de tejidos herrumbrados y perros empulgados. Sentado en una silla de mimbre sin respaldar. Estiró la mano para saludar. Los dedos huesudos y deformados asimilaban a un churqui seco. Un banquito y ahí estábamos frente a frente. Yo ignoraba el motivo de la convocatoria.
Don Joaquín Romero es nacido, criado y asegura que morirá en la villa, avanzó el silencio. Uno de sus ojos se observa más opaco que el otro. Cataratas. No es demasiado lo que ve. Pero ve.
– Mire amigo, lo llamé porque sería muy largo de explicarle lo que hace años me contó mi madre, que a su vez le contaba su padre. Tiene que ver con la Placita Manuel Ocampo. Ahí íbamos de chicos cuando nos llevaba el colegio. Fui hasta tercer grado nomás. Corríamos. Saltábamos. Hacía poco tiempo que les habían puesto las rejas. Los eucaliptus altos. Una sola tribuna…

– ¿Es eso lo que usted me quiere contar? Pregunté mientras le devolvía el mate.

– Nooo, es algo más importante… (por entonces otro intendente estaba tratando de negociar ese patrimonio histórico y cultural, la placita…) lo que me explicaba mi finada madre es que, vaya ventura, también me lo repitió una maestra de la José Manuel Estrada, escuela donde fui dos años y se ubicaba en la calle Sarmiento, antes de llegar adonde ahora está la ruta pesada. Ella nos mostró el plano de Villa María y explicó que quienes planificaron la ciudad, en el medio, le hicieron una cruz con cuatro plazas. Y nos repetía “ ¡¡guay de aquellos que rompieran la cruz…!!”- No había reparado en ese detalle. Pensé el plano desde la imaginación y el anciano tenía razón. Hay una cruz hecha con plazas. La placita Ocampo es una. Romero continuó:
– Sabe que le pusieron la cruz para evitar maldiciones. Manuel Ocampo no quiso venir nunca a la ciudad. Y lo mismo le pasaron cosas. Murió reloco e internado en Buenos Aires…
– ¡¡y guay si rompen la cruz!!- repitió levantando la voz. Don Pereyra y Domínguez, acaudalado caballero comerciante, había querido hacer un arreglo con la Municipalidad por esa plaza, y la usina de Figueroa y Bermúdez, a pocos metros del lugar, plantada por la calle Paraguay; tenían casi todo arreglado y al mozo, Pereyra y Domínguez, lo matan una noche saliendo del Club Progreso. Un tiro en el corazón… unos dicen que fue por polleras. Otros, que un hombre sin nombre ni rostro, no le permitió romper la cruz… En el ´28 sucedió algo parecido, vino un ciclón y casi arrasa el caserío… ni sé cuántos muertos hubo.

– Pudo ser una casualidad… esas cosas nunca se saben. – atenué como para no descalificar los dichos de don Joaquín.
– ¡¡Si se saben!! Afirmó convencido. Allí, por años, hicieron la comunión todos los chicos de la ciudad. A principios del pasado siglo había una familia de apellido Olmedo, de Córdoba, también quisieron comprarla para hacer un depósito ferroviario. Cuando regresaban en un accidente falleció él y uno de los hijos… ¡¡Guay al que rompa la cruz!!
– Romero continuó contando infinidad de anécdotas.
– No creo en superticiones. Ni en esas cuestiones místicas… no las creo. Solo que desde aquella tarde me quedó dando vuelta el “¡¡ guay al que rompa la cruz de las plazas…!!
– Romero, criollo de corte único, da la impresión que nunca miente… nunca. Y me volvió a florecer la nota donde el Intendente Rosso, tomando la posta que le dejara Gill, en una negociación avanzada, dijo que volverían a tratar de vender la placita Ocampo

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