Escribe: Miguel Andreis.
Ayer, 30, primeras horas de la mañana, sonó el celular y lo primero que vi fue el mensaje de Carlitos hijo: “Se nos fue el viejo…”. Ya no pude hablar por largo rato. Un torbellino de recuerdos y esa artera puñalada rompía las vísceras de los más profundos afectos. Carlos estaba por los ochenta con alguna yapa. Quise esbozar un rictus similar a una sonrisa. En fin, era lo que él quería como lo recordaran. Me fue imposible. “Mucho mejor si fuese con una carcajada… “afirmaba.
En realidad, para su persona, supuse, el calendario pudo ser solamente un indicativo de aproximación. Decir vivir, lo que se dice vivir, donde la risa y la lealtad no cotiza en bolsa, para su concepción, carecía de parámetros que se vinculasen con el tiempo. Te fuiste hermano.
Anoche pensé incansablemente en ese humor tan desopilante que nunca te dejó. No lo pudo doblegar el Parkinson con ese temblequeo denigrante, ni los trasplantes de caderas, ni las falencias cardíacas, ni la silla de ruedas, ni todas las operaciones que le fueron metiendo a tu osamenta. Te reías gringo. Siempre te reías ¿cómo hacías? La muerte era una palabra que jamás te asustó.
La Gringa (tu esposa, tus hijos) te mostraron un amor pocas veces visto. Te lo mereciste. Intenté recopilar algunas de las cotidianas anécdotas de tu desandar que fuesen contables. Las idas a pescar donde diera la oportunidad. El tema era partir y nunca saber cuándo volver. “Ir se va cualquiera, lo difícil es saber el momento del regreso” agregabas.

Quienes te conocieron entenderán que difícilmente se pueda conocer a un tipo con tanta “chispa”, con ese humor que hubiesen envidiado, precisamente, aquellos humoristas profesionales. ¿De dónde sacabas esas ocurrencias? Que no podíamos parar de reírnos. Así como un himno a la lealtad, te daba lo mismo, si la oportunidad lo ameritaba, confrontar a las piñas con uno o dos o tres juntos. O dejar todo lo que tenías en tus bolsillos para ayudar a un amigo, y en ocasiones a desconocidos. Esas eras vos. La plata, un valor superficial. “solo sirve para hacer infeliz a la gente. La esclaviza cuando vive pensando en buscarla sin saber que se le va la vida” afirmabas.
Querido Carlos, permitime que cuente dos cuestiones que, muy seguramente no reflejen la profundidad de tu existencia, ni por lejos las más relevantes, pero no las olvidaré jamás porque daban cuerpo a tus principios y valores de lo insondable. Aquellas pescas en balsa, en el lago del Río Tercero junto al Albor Münch; el Gringo Chiquito Chiodi, (otro ser de bondad increíble), días apoteóticos donde el cielo jamás se ponía negro. Por allí andarán levitando otros seres que conformaron parte de tu ser, aquellos que fueron la raíz del vivir sin más apuro que recorrer el piolín que el destino te dio, perdón, les dio: el Edgar Torres; el rengo Kiko; el gordo Kuki, el bar refugio en la San Juan al 400, el gringo Faro, sería infinito nombrarlos a todos.
Una noche estrellada de calor insoportable, el lago del embalse, calmo y el fernet con coca que iba y venía. Sacábamos todas “lapiceras” (pejerrey muy chiquitos), ya cansaban esos bichos apenas más grandes que mojarritas, revolviste el hielo amarronado y dirigiéndote al Albor, con la simplicidad de siempre soltaste: “ Gordo, porqué no corrés un poco la balsa porque aquí están jugando los del baby”… o aquella pesada joda, cuando dos de tus amigos, viniendo de pleno monte desde Obispo Trejo, donde fueron por vizcachas, que venían atrás en el Rastrojero del Gringo Faró, en plena noche se bajaron en ese camino perdido, a hacer sus necesidades y ustedes no encontraron mejor forma de hacerle una broma que rajarse. Dejarlos allí varados, con muy pocas pilchas, casi nada, sin linternas y lo peor sin un mango. Cuando cuatro días después, regresaron a la villa, los buscaron para matarlos. Obvio, en el próximo viaje volverían todos juntos. No había más enojos. Tus incursiones con el entrañable Pitu Mussi.

La curucucha salvadora
La última. No te podían anestesiar y la operación al corazón era inevitable. No recuerdo como la hicieron. Te bancaste dolores increíbles. Estabas internado en uno de los sanatorios más complejos de Córdoba. Tu preocupación pasaba en cómo pagarías esa reparación al cuore. A la mañana siguiente, nunca nadie lo puedo explicar, entró a tu pieza una curucucha o cucurucha, esos pájaros muy pequeños y de canto muy corto. ¿Una avecita como esa en la pieza de uno de los sanatorios más costosos sonaba a ficción -y no lo fue- nosocomio de primera, donde todo está herméticamente cerrado? El pequeño plumudo se posó en tus pies. Lo primero que dijiste “estoy chau… el flaco me quiere para el banco de suplentes”. Claro, que tu otra pasión, la quiniela (clandestina, esa que levantaba el rengo Kiko) pudo más. Le dice a la “Gringa”, fíjate cuantos pesos hay en la billetera y jugalo todo a las tres cifras, a la cabeza y a los cinco (no recuerdo el número de soñar con pájaros). Inexplicablemente salió a primera. Les alcanzó para pagar todo al sanatorio, médicos y sobraron monedas. Aquella cucurucha, siempre le recordaba algo muy especial. Lo inexplicable.
Te fuiste hermano, seguramente cantando aquella creación tuya de “Los muchachos se comían la chipaca; la chipaca se comían los muchachos…” una cargada a los amigos que decían se pintaban los labios cuando la luna se escondía.
Chau querido amigo… siempre supiste que desde el día que nacemos estamos en lista de espera. Allá, donde la finitud de los tiempos te pasa boleta, hay miles que te estarán esperando… quizás necesiten de tus ocurrencias para hacer más ameno esos tiempos sin almanaques… Carlitos Massanet, amigo en lo largo y ancho del vocablo, en la entraña de lo que es vivir sin espantarse porque te busca la “parca” …
Chau Carlos, alguna caña de tanzas secas, se enroscará en su llanto.


